Continuaban a los movimientos
sabiéndolos cauterizantes. Demandaban más aciertos ante ellos convencidamente
hasta la imploración de vejámenes.
Pulcritudes en todas las
situaciones habían hecho seguidos trámites de olvidados refranes. El vínculo,
la gota de pudor doméstico hacía observantes remotos. Y construían peldaños
hacia un miramiento en común: seguir con sus ademanes, con sus cuerpos, a los
objetos.
Validaban más y más aciertos
cuando cerca estaban; cuando podían residir en sus entornos, cuando podían
exigirles influenciables catadurías. Y no solo una reiteración casual, sino un
vértigo hacia sus intimidades fenomenológicas.
Los hombres, aquellos hombres
y mujeres con sus niños, irritaban la clandestinidad de los elementos que se
movían. Los enmarcaban con miramientos sigilosos ocupando cada uno de sus
reflejos con similares perpetuidades. Y fue probable la consecución, y fue
consumada la tregua bélicamente transmigrando desde animaciones irregulares.
Las personas, aquellos,
hicieron un rito de los objetos móviles. Hicieron perseguimientos frente a causas
y efectos de los fenómenos inmiscuidos en los elementos. Aquellos, ellos,
confirmaron un ritual desposeyéndose hasta indiferenciar vida de muerte.
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