Quien navega soy. Quien lustra
océanos con lujurias inadmisibles colmándolos con velas de fuego de furor
enardecido. Y quien embate, y quien cristaliza manchas maniobrándolas
aterradoras por delante con vilipendios solícitos.
Recuerdo haber advertido una
tormenta. Un compás de pendulantes notas; una marcha adrede hacia las
inconsciencias advenedizas. Recuerdo haberlo notado, descifrado; aunque el
silencio me amparara ya en noches vacuas con remolinosas memorias. Los cantos,
las danzas habrán brotado en cielos compungidos bajo estrellas sin nombre.
Inenarrables concepciones habrán dejado tertuliantes miembros bajo el azar de
sus frenesíes. Y la respuesta, la resolución ante una pregunta vana ha
cimentado los días en quién soy.
Aun la combativa aparición
clandestina de ese tenaz arrebato; aun esa tormenta ahuecando sismos donde caer
sería idoneidad de monstruos marinos, sujeta, aprieta y arrebata maldecires
hacia mí dirigidos.
Atiborra, y sumerge el cráneo
expuesto bajo profundidades para buscarlos, para hallar a la tripulación
perdida.
Ya creo en un destino lacerado
por la acérrima convicción de atravesar todo enfrentamiento; toda inusitada
muerte, y sus claras y agónicas fortunas que las posibilidades admiten. Ya creo
en un destino, en el mío: arrojarme a las aguas y, tal vez, redimir
confesiones.
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