Tenía un hoyo, un agujero en
su pecho. Cada uno de sus recuerdos había hincado su profecía angustiosa hurgando
colmarlo.
Remembranzas de solapados escapismos
habían mellado al hombre; lo habían atentado, maltrecho y desahuciado. Sin
poder realizar su existencia con el puje de sintonías casuales, a todo otorgaba
una memoria instantánea, actual y proba. Todos sus presentes se convertían en
ademanes de un único efecto proclamándolo en demasía memorioso. Los ápices de
tertulias sofisticadas ahuecaban su sino con ediciones de inconvenientes
resultados y, mientras, el agujero en su pecho ya lo atravesaba.
Decía, el resto, que buscase
el jardín de los olvidos. El plácido abandono, el determinante despido. Y se
retiró, aunque acumulando más memorias sustrayéndolo de su cuerpo en una mera
vacuidad volátil.
Ya ansía, ya ufana; quiere
terminar su recorrida en ese parque aferrado a los pasados jamás vueltos a
nacer. Su ser late, sus prófugas convicciones alertan tras malentendidos ciertas
directivas difamándose. Su pesquisa concluye, se ata con juncos de una maleza
firmamental donde cada vez resuena con mayores bríos su clemente espera.
Ya lo ve, extingue miramientos
y longevidades ante lo que pudo haber sido su existir sin cuerpo alguno. Y
halla el jardín de los olvidos, recuenta los azares hasta cifrar un caminar
ondulante y acechado por más memorias. Pero en vez de un plano ve una fosa, un
agujero similar al de él excepto por su mayor tamaño.
Se inclina y grita; recita
cada uno de sus remembranzas hasta parecer saludado por una oscuridad
irretornable: la grieta. Da un paso y cae. Cae perdiéndose en holocaustos de un
solo significante, de un solo sentido buscado. Cae. Cae hasta que el hoyo lo
ingiere y devuelve, con su desaparición, atinos de magias olvidadizas.
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