Clavaba su pico un mosquito sobre
hierro. Agudizaba su molecular cuerpo, y establecía picaduras sobre metales
desdentados.
Alejado del resto, miraba
amplitudes ferrosas con un mero propósito, con un unívoco objetivo:
alimentarse. Hacía su boca desmanes sobre los aires después de hincarla.
Clareaba cielos nocturnos durante tiempos de oscuridades paleontológicas hasta
decirse, y cifrarse, mosquito subjetivamente.
Los eremitas aledaños
conjuraban versos ante él, incomparables con su lógica picación. Destellaba
nominales treguas aprehendiéndolas exhaustivas. Y, en los rincones, dormía
hasta el próximo arrendamiento de plazas concluyentes.
No había picado ser humano
alguno; desconocía tales tratos y exploraciones. El mosquito, agudo, certeró
sus ambigüedades anhelándose cristal bajo presas de un rigor absoluto. Y cuando
ingería hierro se parcelaban dicotomías entre huesos metálicos brillando hacia
indiferencias de otros universos.
Pero durante una respetable
noche aquel picó por última vez y, al hacerlo, se convirtió en hierro. Toda
corporeidad lo permite, todo contrato ideario lo circunscribe. Y así voló hasta
su origen, hasta los céspedes de soñadas andanzas. Y voló hasta las nubes, y al
descender picó a otros mosquitos débiles.
Había ascendido en un vuelo
sin retorno para confabularse con los dioses. Jamás regresó, nunca impactó más
mosquitos; aunque ellos, en su devenir trinante, buscaron otros hierros para
picar.
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