Roían las nubes el quieto
cielo. Aseguraban un espectáculo sagaz; intrépido aunque temeroso, mordiente
aunque con cerradas mandíbulas.
Los hombres que veían nubes de
hierro encima, participaban de un exquisito examen hasta desproveerse de todo
ingenio. Ignoraban qué pasaría, por más especulaciones perpetradas allende sus
conocimientos. Y los pavores de cartas maléficas con remitentes desconocidos;
aquellas hordas de vapor materializado en metal inmuto, restregaban sobre el
cielo climáticas tertulias de tiempos olvidados.
Hasta que temen descensiones
que los aplastasen no permiten otras posibilidades. Temen postrarse ante ellas
cuando quizás al ver vientos y sentir sus colores la realidad demostrase
quietud. E inmolan ritos para desviarlas hacia otros espacios, otros sitios
donde no hubiera personas. Pero los hombres suponen –creyéndolo imperativo- en
que podrían descender. Es más, creen hasta en que podrían ascender mutilando a
sus dioses.
Moverán las nubes de hierro
conflictos desencadenándose. Morderán cada ave, cada vapor hasta sedimentarse y
erigirse siendo único símbolo de una alteración existente. Y solo mordiendo
podrán sujetarse, sin caer ni elevarse, sostenerse con cerradas mandíbulas de gratitud
ante horas materializadas.
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