Aquejado moho embutía la casa en
apariciones forzadas. Nadie habitaba aquella construcción que desde el inicio
de los días se consumaba en flores de cemento.
Propietarios de criaturas
nocturnas avecinaban acuartelando milicias de otro siglo. Eran los dueños de
algunos animales dispuestos siempre a visitarla, a alentarla, a apoderarse.
Aunque después se retirasen dejaban huellas de escorpiones rectos sobre el desértico
ambiente. Las noches dinamitaban estruendosas en la soledad sin huéspedes ni
anfitriones. Los días soleaban patios sin mineral alguno para reflejar un sol
espantado, visceral e inoperante. Y durante transacciones de un mudo vapor las
bienaventuranzas se remitían a un verdín fenoménico.
Nadie me había visto; ningún
hombre, ninguna mujer, solo un metódico aislamiento hasta fabularse marcha
equinoccial de furores atemporales. Nadie había sabido de mi existencia siendo
la misma herrumbre ocupando la casa. Aquellos vientos no mermaban contra mí;
aquellas luces no cedían ante mí, mientras dilapidaba muros y rehacía verdes telarañas.
Nadie me había visto. Nadie
había siquiera sospechado acerca de mis detracciones e inventivas para surgir
desde humedades constructivas. Y al ser ya pared, al ser ya techo, nadie hará
cuanta acción culminara en un retraso, en una clarividente contrapostura hacia
la misma casa mirando.
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