Durante su sigiloso recorrido,
observa. Días venturosos desapropian a la víbora de su cueva; se refugia en
otros hoyos, en otras esferas con poderes mitológicos.
Serpentea hasta una colina. Es
de día: desde ahí es posible ver el sol. El le habla, comunican sus palabras
significados austeros remitiéndose a estropicios prontos a suceder. La víbora
salta, cae y mira nuevamente hacia él. Instaura objeciones paganas ante
refulgentes quiebres de melódicas raíces; plantas sin tallos ni forestaciones
donde existir.
Ambos se contemplan, ambos se
conocen. Ella se mueve hacia él, se acerca, y abre la boca. El astro lumínico y
desdentado siembra severos compromisos aunque ese animal descrea. El sol planea,
vertiéndose entre cielos de otros devenires su vuelo, el último. Y, ya dentro
de la víbora, consume un ápice, un resquicio de plausibilidades consecuentes.
La serpiente mira hacia las
oscuras alturas. Concibe una eterna noche donde claustro y penitencia desharán
conformidades.
La serpiente mira hacia las
profundidades; y decide, y manifiesta, ser único espacio para ocultarse con el
sol hasta el principio de los fines jamás visibles.
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