Descreían acerca de una
barbarie aquellos civilizadores tras la conquista. Una vez que habían alcanzado
las orillas, olas despertantes argüían sintomáticas osadías. Y había más
sorpresas que descubrimientos; más sobresaltos que hallazgos corrigiendo
nauseabundas tropelías de un imperio ingrato.
Desde que han vislumbrado ese
cielo no cesan los asombros por aquel pueblo. Desolado, convicto por sus
simples pobladores, recrea sueños inconducibles. Y más allá de las colinas,
continúa; sobre las mareas se encamina; y bajo soldadescas miríadas perpetúan
los miembros arcanos un detenimiento motivante.
Desde que han observado sin
merma ni moción, aquellos extranjeros notan que los conquistados no se mueven,
no agreden ni se retiran: de pie quedan simulando una cordial aparición. Desde
que aquellos conquistadores han caminado sobre el entorno de ese suelo disciernen
un colapso, un quiebre ante sus expectativas.
La población pronta a ser conquistada
estaba compuesta por centenares de tótems dispersados en la pradera. Inmóviles,
silenciosos e impenetrables miraban fijamente hacia la colina, hacia el refugio
de los constructores. Sin vida alguna cada tótem simbolizaba un pueblo, un
suspicaz grupo de hombres destinando a los conquistadores el espasmo de los
milagros al resignarse y regresar, lentamente, premeditando un atisbo de dioses
civilizados.
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