Distinguía cuatro paredes, un
suelo y un techo dentro del cuarto. Las disonancias sonoras no provenían de
afuera, sino del centro de la habitación.
A menudo suele aconsejar una
pared su desazón por la inmutez. Suele corregirse su nomenclatura partiendo de
leves movimientos desde el centro hacia el exterior. Abrir espacios, cerrar los
devaneos. A menudo esos fenómenos cautelan sobre incipientes cerramientos
falsos; acerca de copiosas cerraduras impidiendo brusquedades de desatinos
perturbables. Las excepciones, las sorpresas, conjeturan síntomas de ardillas
yendo hacia las profundidades de mares acuartelados. Pero en esta habitación el
sonido conducía las paredes hacia el centro.
Apresado, comprimidos los
aires por las tropelías de un claustro temperamental, mordí el techo, el suelo.
Mastiqué mis huesos hasta anquilosarme y caber dentro. Aunque la salvación
estuviera dada por el cese de ese sonido, las paredes continuaron asfixiándome
dejándome solo ver, mirar hacia el techo concluso con resplandores de una
muerte pronta a llegar.
Pero la música se detuvo, las
sonoridades colapsaron y, deshecho el techo, miraba aquel cielo cómplice por
haber depositado los sonidos en esa jaula de cemento.
Entumecido vi las nubes, vi
las estrellas. Vi el sol y su esplendor. Y vi, con sospechosas creencias, el
recuerdo de haber asistido a un encuentro, quizás profano, de una fe caduca.
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