Un arquero vivía con sus
flechas instintivamente. Creaba enjambres para deshacerlos; creaba dones para
despistar y un musicalero de arcos pululando silenciosas transiciones.
Aquel hombre todos los días
arrojaba una flecha hacia tierras desconocidas. Ignoraba su trayecto, su
precisión, su odio. Cedía durante mañanas y tardes ante una única exultación:
el aprovisionamiento de madera. Las desmembraba, las afilaba y les ubicaba una
pluma hasta culminarlas.
Aquel arquero todos los días
arrojaba una flecha hacia las incertidumbres, pero solo un día fue tras ella.
Había llegado a un pueblo
deshabitado, curtido por las inclemencias y bramando austerismos. Creyó ser el
único por ese sitio hasta que divisó un niño acercándose. Este le explicó sobre
estropicios acaecidos cuando los Dioses habían decidido desaparecer su pueblo,
sus tierras. El arquero preguntó por qué y cuándo habían desaparecido; por qué
los Dioses se habían enfadado y cuándo habían muerto. El niño dijo que nada
sabía excepto que todos los días uno moría por una flecha venida desde los
aires con una singular pluma alterando los sentidos. El arquero calló y se
retiró.
Ya bajo la noche acumulaba más
flechas, armaba otros arcos y, despierto aún, recordó los tiempos en que
viviendo solo se creía desdichado y desleal. Cuando empezó a clarear recordó
las palabras de aquel niño y su nuevo título. Desde ese entonces falazmente se
nominó un Dios incorruptible.
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