En el bosque de las mutaciones
huelo migraciones de aves. Compruebo aquellos vuelos resonando en mi
consciencia con trajes de esquimales partiendo ante el crepúsculo de un solo
Dios. Y transito, camino, sobre el verde estupor de las fragancias.
La savia tocada suena como
escorpión tiránico, mientras que durante el crépito de algunos animales sumerjo
piernas en fangosas anguilas adormecidas. Cuando el sol penumbra las átonas
variantes su música deviene de los suelos, de los lagos y venenos. No consuelo
los arbitrarios devenires aquejándose sin sentido por errabundear palomas que
ciertas veces decaen, anidan y pasean entre árboles; sino, acopio semillas y
las distraigo en mis manos hasta su florecer. Hasta no haberlas ingerido
desconozco sus frutos, éxtasis y muertes.
Sus muelas pelean contra las
mías. Se genera un vértigo arrullado con el canto de las sombras. Y,
lentamente, noto mis pies aunados al suelo, mis brazos verdes y horizontales:
soy una planta.
Aquellos pasos y, al devorarme
las semillas, corren hacia los submundos donde raíces encarnizan en acto voraz
comedias de una transmutación pagana. Aquellos entumecimientos, aquellos
desestimamientos por deshacerme de las nubes han estado protegiendo la flor, mi
cabeza. Ya no camino, ya no me muevo sino hasta el nuevo batir de las alas del
sol ave.
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