Ante un sorpresivo tráfico los
sujetos corren. Se desparraman entre confluencias de maremotos disidentes; se
cuestionan los raptos, las fugas y un dolor se restriega diseminándolos a
todos.
Los vehículos aceleran los
vientos de los peatones cuando por emerger e intentar descifrar sus destinos
solo atinan a discernir aires combustos. Los perímetros longevos atañen
numerales entre las personas; se les asignan números de carótidas sugestivas. Se
ven dislocados oídos tratando de percibir lo ajeno. Se ve, se descuartiza, lo
aún no observable.
Al recibir atuendos de
pacificaciones dilatadas al contemplar mansos retoños a sus lados, la
muchedumbre exhala numerologías desde un consignador vehicular. Como si las
patentes hubieran resignado sus cifras hacia las personas, los espías del
carbón humano se diluyen y consternan al presenciar un enfrentamiento entre dos
sujetos.
Ellos caen y chocan sus nucas
sin golpe alguno. Se mimetizan, se une cada cabeza con la enfrentada hasta
fundirse. Al unificarse ambos cuerpos en uno notan que el mismo número les
había sido deparado. Se ponen de pie, se pone de pie; investiga su humor, su
autentismo y guardia para retomar la carrera. Pero ya no hay tránsito, ya no
hay tráfico vehicular inundando las calles con sordos rocíos de jaulas
llorándolo.
Hay exasperación, un nombre y
una esquina. Aquellos hombres ahora son uno, y bajo el espectro de las miradas
ambos destinos disímiles podrán unirse; aunque sin la mención, sin el tino de
una libertad al trote, o a la carrera, designada.
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