Ruedo, siendo un huevo, sobre
un desierto clemente. Caigo en dunas de aspectos morfológicamente inaparentes.
Caigo, y en mi caída preconizo alivios.
Son serpenteantes mis saltos cuando
lidero las misas de voracidades. No he comido durante varias noches de
altividades efímeras. No he reposado, no me he detenido y continúo saltando.
Quieto, creo haber alcanzado
un oasis, una oración, una premisa; quieto, no soy más que un huevo refugiado
bajo la noche cuyos días alternan servidumbre de procreaciones aisladas.
La oscuridad me otorgará el
fin de cada una de las penurias. Salto y lo devoro; serpenteo y lo alcanzo.
Desde ahora solo bifurcaré estigmas de rugidos impacientes, siendo víbora
alimentada. Desde ahora comprenderé el salto voraz, la plenitud de los segundos
acechando sin manos huestes de figurativas desolaciones.
Caigo sobre el desierto. Aún
no despierto tempestades; aún no rujo en mares, soy gota mezclándose densa
contra los subterfugios de un razonamiento imperturbable.
Serpenteando, salto; voy y
vengo augurando irme, huir ante la impasibilidad de un goteo. Pero nada me
albergará, nada me dará cobijo mientras espere el exilio hacia lejanos bosques.
Rocío las arenas. Cada gotear
es llovizna preclara de horizontes diluviales. Soy manto pronto a tronar y
aislar aguas hasta reproducirse.
Me aplasta, me subsume, me
corroe la lluvia hasta raptarme y hacerme partícipe de sus cóleras.
Profundidades en las alturas descienden y yo voy con ellas.
Soy gota serpenteando bajo una
tormenta sin melindres espasmódicos. Soy víbora de agua llamando a los vientos
por más líquidos uniéndoseme hasta derribar dunas y apoderarme del trono de
arenas húmedas al claro de un sol testigo.
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