Desarraigados de sus tierras
una profecía errante los dotaba. Apenas seguían senderos entre peñascos y
caminos sobre arenas los nómades por sus visiones.
En su andar eterno no diferían
las búsquedas propicias marchas. Aletargados por el cansancio no rendían
tributos a permanencias erróneas; sus revelaciones lo habían sugerido,
impuesto, disecado. Ya no mermarían ante noches ni días durante sus viajares.
Ya no contemplarían el sol, ya no se restregarían bajo la luna: una profecía
los había calificado.
La unción con sus dioses había
hecho una aparición. Un descomunal e intrépido cuerpo había dicho sobre las
auroras que jamás se extinguían, que nunca desaparecían. Algunos necios lo
negaron aunque los sabios lo habían comprendido. Entendían que siempre había
una partida del sol en algún horizonte, que siempre había madrugadas con el
único destino de destilarse con asombros. Unos se lo habían explicado a otros.
Esos lo habían asegurado, y finalmente prometieron sin sigilos andanzas
perpetuas.
Hacia un horizonte corrían
ellos, los nómadas, siempre visitados por aquellos destellos, aquellas luces de
un dilatado diafragma procurando no olvidarse de los límites. Hacia las sombras
corrían. Corriendo hacia las penumbras veían por detrás un velo formándose
siempre con antorchas de un cielo cariacontecido.
En continuo viaje la aurora de
los nómades relucía semejándose a plenitudes de rocíos, a crecientes hierbas y
aves trasladándose a océanos en busca de sus destinos. Continuo viaje aceleraba
las determinaciones por detenerse aunque nunca lo hacían, aunque nunca se
aquietaban para especularse jinetes del corcel sol trotando.
Transcurridos varios días los
desgastes afloraron, el cansancio consumió cualquier ánimo clamando por una
dichosa muerte. Un fin cercano debía acontecer, en ellos, en ese grupo de
nómades notando que la profecía les había adjuntado noches donde morir
resultase dictado, dictaminado por sus creencias revelantes.
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