Abarcando alturas inadmisibles
se desarrolla el fuego. Todos lo notan, y nada hacen; no pueden impedir las
antorchas alcanzando el cielo.
Imprudentes métodos habían
parcelado quietudes sobre las afueras de los holocaustos. Desacostumbrados, los
reagruparon hasta que sol, día y noche, planearon –sigilosamente- reiterarse
con permisos sugestivos. Cada hombre era ajeno, cada uno miraba hasta concluir
librando el arbitrio de un reino celestial. Cada observancia hacia arriba
perjudicaba añares de constitución, de veneración y autoridad; pero hasta que
el fuego se hubo elevado desde desiertos purificantes.
Las órdenes por derrumbar el
inicio mismo producido por fósforos se habían dilatado; y más, cada vez más
fuego se extendía desde los llanos. Tanto que desveló cariacontecidos trámites
en degollarlos a la inmediatez, aunque el fuego, ese y todos conquistaron los
cielos.
Desde entonces quemarán nubes,
desharán altivas consecuciones. Permitirán el arresto y subyugación de los
enfrentamientos con supuestas divinidades. Pero aquellos Dioses se convertirán en
fuego; arderán y quemarán todo celestial palacio dejándose ver. Aunque sin
descender, aunque sin propagarse sobre tierras donde leales aguas sin camino se
evaporasen nuevamente en vanos intentos.
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