Se exteriorizan patrones de
metales. Todo el mundo es de acero, menos un hombre entre los horizontes de una
infinita desolación.
Vivía en su hogar de metal.
Apacigüedades en su entorno influían a resaltarle su carne, sus huesos; aunque
desesperadamente arrojara objetos haciendo un enfrentamiento estridente bajo
las tenues influencias de la materia eterna. Había sido el último, había sido
quien profanara medallas de otros soles de madera. Aunque ya, ya su
supervivencia resultó hartante.
Los hierros arrojados iban,
venían, convertían sus meras audacias en destruirse mediante piezas más
pequeñas destinadas a perdurar frente a eternidades no buscadas. Arremetía sin
engaños cuanto elemento hallase. Sin optar decidía destruirlo todo; aunque solo
pudiera desmantelarlo. Pero su ira abarcaba más ámbitos, más perjuicios, más
realidades.
Suelta una lámpara y se tira,
él mismo, contra una puerta. Es que ya las carnes y huesos reclaman sus
autenticidades volcándose hacia un fin, una merma que con su cuerpo haría.
Choca su cabeza y brazos contra el jardín de metales. Salta y cae, se eleva y
cae mutilándose durante las últimas madrugadas despertándolo muerto,
desangrado, carente ya de una vida que clama su debilidad en ese mundo herroso.
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