Gira cada rueda hacia un
ínfimo espacio transitable. Despachan sonoridades de anfiteatros lánguidos a la
espera de un jabón claroscuro, imaginable, sapiente y trivial.
Ruedas acompasan pinturas de
una reliquiería pronta a desentumecerse, pronta a recobrar los silentes vacíos
de una estupefacción humana. Son teatros invariables con presas colorificantes
entre huecos con salidas ante los laberintos de sinsabores climáticos. Son
expectaciones de ruidos claros de la misma forma en que se ocupan en derribar
siniestras analogías sobre sarcasmos a contratiempos.
Los huecos de la rueda son,
permiten su uso; un rodado es, acorde sin melodía bajo la oscura noche donde
andará, se refregará y caerá en las vacuidades de espectros sin lumbre.
Cada rueda átona sentencia una
ida, un camino, un desfile de nubes ante la coartada de un saber; el mío, el
nuestro, el único: desaparición devocional hacia las ruindades de su uso
carretero.
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