Remiendos fallaban durante la
destrucción. Los azotes que él infligía dormían sueños estropícicos deshaciendo
completamente. Y ante la carencia de resultados optimistas dañaba sin venganzas
su última obra.
Rezongares de otros tiempos
hubieran detenido los desmanes, aunque él, él demoledor desoía cualquier
lamento. Cada columna, pared y techo se descomponían en diversas fórmulas
incoherentes. Cada rotura delataba ira e indomismo por su parte; pero él había decidido
no lamentarse ante su creación utópica.
En el exterior de la casa no
había nadie que lo detuviera. En sus sombras él aguardaba sutilmente que
acabase el desmantelamiento y poco a poco lo vio: la casa deshecha.
El final llegaba lentamente
junto a un espacio inhabitable, llegaba impidiendo una restauración completa de
los añares donde se hubo esgrimido elegantemente.
El final lo autorizó. Su deseo
de pertenencia había devenido. El habitaría en los escombros, en esos pasadizos
boquiabiertos de un espacio donde pergeñaba rehabilitarse primero para después
adueñársela.
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