Lentamente, partitureando
ciertas melodías, un hombre fijaba su vista en el cielo. Desconocía variaciones
en ese trascender, en ese crepúsculo estridente pronto a declinar.
El cielo se había disuelto en
miríadas de estrellas sobre oscuridades paganas. Él no había cesado su
musitación y ante el temblor de lo que veía, pensó que jamás persuadiría en su
entumecimiento. Las claridades se habían deshecho, los idos atardeceres habían
bronceado las notas silábicas; y bajo la tenacidad de las horas decidió no
irse, quedarse hasta la salutación de las aves.
Pero presintió un
acercamiento, un leve decaer de ese cielo trasnochado. Había visto otras lunas,
otros soles, otras penumbras, pero jamás tan cerca. Antes helado; ya
caluriento, tocaba las nubes. Es que todo estaba a su disposición, todo le
pertenecía, todo había descendido para formar parte de los efluvios de su
musitar.
Hasta que se sienta desconoce
los patíbulos sensoriales. Culminan los atropellos, los desmanes en creer
divina su melodía por traer lo que en cielo había. Mira hacia un lado, hacia
otro. Y durante el final de sus visiones reconoce que la Tierra asciende, que
el mundo mira todo lo que él ve.
Azorado camina hasta su instrumento
e, improvisando un retroceso musical, la Tierra desciende.
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