El desierto clamaba por su
vida y él se detuvo. Caminaba hacía varias semanas y su ley impedía que se
detuviera.
Los moradores de las arenas lo
aguardaban aunque él jamás añoró verlos. Tenían serpientes aquellos hombres y
mordían a quien se les acercara. Las dunas, los médanos, no eran impedimentos
para quien cabizbajo deslealtaba figurillas ante las brumas arenosas. Ante las
vértebras de sus congéneres que habían iniciado el mismo camino, él amputaba
huesos, caderas y tórax hasta atenerlos pusilánimes. Habían muerto, habían
abandonado los caminos para fundirse en la nada lacerante de clavículas
salientes. Pero él no fundía su cuerpo con las arenas, no; no hasta que se había
detenido.
Al quebrar todo su caminar -al
frenar y enfrentar su sino-; al detenerse y esquivar escorpiones, él se
vinculaba una y otra vez con su muerte. Es que deseaba morir, y los vientos
arenosos pronto lo cumplirían.
Arena tras arenas lo ocultaban
en el suelo. Un brío por concientizarse despertaba tarántulas junto a sus brazos
deshaciendo ámbitos conscriptos para merodear sus armas. Pero él deseaba morir,
unirse a las tormentas de arenas aunque solo su cuerpo descompuesto pudiera.
El deseaba morir. Y, ya
muerto, asfixiaba en hundimientos pequeñas leyes prohibiéndole despertar si no
fuese para continuar.
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