Desgarraba la enemistad entre
cielo y tierra. Sin dioses, sin más que unas pequeñas rocas, nadie habitaba. Y
el silencio, ese reticente clamor de lo no oído devenía sin siquiera asombro
alguno.
Siempre se habían observado,
contemplado y mirado a través de un mutuo respeto sigiloso. El viento no
existía. Ni las lluvias, ni los alardes. Cuando presenciaban piedras inmóviles,
les debían a su quietud la placentera calma reinante; aunque cielo y tierra no
medrasen enfrentándose, inequívocas cualidades despertaban ansias de
contrariedad. Y desde las alturas, desde ellas sonaron truenos zigzagueando las
montañas.
Pronto cayó la lluvia. Pronto
dédalos de viento arruinaron la única miserable vida extinta ya desde su caída.
El silencio varió a tronidos fosforescentes donde partículas de aullidos
permutaban su odio por los desiertos. El silencio varió, mutó, se cayó para
hablar, para decir que nunca retornaría.
Más allá de los combates
librados, se unió un mundo celebrado; ahíto de especies, de peces y de muertes que
no olvidaría esa lucha belicosa y su primer vocablo dado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario