Ella entrelaza cuerdas hasta
dominarlo. Sabe de él, sabe del cabrito pequeño viniendo a contemplarla. Y,
ante la nada aguardando, ella quiebra formas y modismos.
Se alteran las granjas, se
caen los techos. Más de uno debe mudarse hacia otro de los imperios, hasta la
compañía segura de un animal despierto. Pero suelta amarras, el cabrito la
sigue; todos los cabritos pequeños frente al holocausto de las sequías. Ella,
firme a su cuerda, prefiere tener uno, quizás el más temeroso, el más apacible
y lánguido en espera de su libertad.
Pero no llueve, la grieta de
los cielos no se abre; y el cabrito suspendido y entumecido, llora ante ese
tronar harapiento que se sumerge en las nubes.
Cae una gota, cae otra, y ya
en las inmediaciones de los ríos se alteran –vertiginosas- las correntadas de
los vientos de humo gris. Llueve, el cabrito lo sabe y ella también; aunque ya
no esperen, aunque ya no teman, el primer gotear de los llantos animales.
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