Atravesaba el bosque siguiendo
huellas. Desconocía atajos, caminos que lo condujesen hasta el río. Pero sabía,
deducía ante los amplios claros, que estaba cerca.
Densidad de los arbustos;
promiscuas centellas de su sino, hacían de él un guardabosques entusiasta.
Aunque calmaba los insectos y silenciaba a los animales, nunca contó dichas
semejantes a otros; extremado don se refugiaba dentro de sus vísceras, y temía
que se las sacasen.
El río se olía, las brumas de
raudas cascadas convertían en trinos a aquejados pájaros. Nunca supo si debía
cruzarlo o apenas sumergirse, nada sobre esto le habían dicho cuando había
iniciado su caminata. Y, sin preocuparse, reagrupaba sendas que se abrían hasta
su destino.
Llegó. Exhausto, se internó en
el río. Las aguas prontamente lo rodearon y angostaron su espesor. Acorralado
por los líquidos, no podía moverse. Ni caminar ni nadar. Entonces el agua lo
ató, e, inmóvil, asimilaba su velocidad, sus movimientos, sus direcciones.
El hombre permaneció en el río
hasta su muerte. Atado de cuerpo entero, en sus días de vida creyó ser parte se
las mareas interminables.
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