Sin mirar al frente, anda
hacia su comienzo. Son perfidias los suelos cuando se los observa con la
suficiente acritud de los hastíos, pero su andar –por lento y tenaz- revuelve
las mismas cuotas de orgullo por sus fugas.
Un exilio abrupto lo depara
donde no puede volver atrás; cuyo sentido es mordaz, mordido por coyotes de ásperos
colmillos. Y mientras se arrecia hacia la desconstitución de su cuerpo,
crepitan sus dedos, sus hombros y su espalda. Pese a que ande con una túnica,
no siente frío. Este desaparece con cada tramo recorrido, porque sabe de los
cercanos astros, una presencia insubordinable.
Pero empezaba a verlo, el sol.
Se iniciaban las liquidaciones de tantos retos y tantas demandas. Y, el sol, se
vertía como líquido sobre todo su cuerpo, mientras la mirada del hombre al
alzarse veía un desierto pronto a consumirlo.
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