Solía saltar todo murallón con
la intrepidez rauda. Estos se hallaban por todos lados, en toda el área por él
visitada. Y, cada vez que lo hacía, otro por delante lo tentaba.
Saltaba bajo los efímeros
contactos, entre la anchura, y sobre el infinito durmiendo. Una vez atravesado
uno, otro había impidiéndole la visión. Y por un lado, o por otro, suponía que
terminarían, que vería el campo, el horizonte, su sol. Pero lo que no sabía era
que estos ya no existían, que ya no había sino un enjambre de malezas
carnívoras digiriendo al resto de los humanos.
Saltaba sobre los acústicos
silbatos de aves maltrechas, entre los desniveles de cada tapia, bajo el hiriente
vacío de presidiarias colmenas de astros. Y por acá, y por allá, sonó una
metralla desahuciando cada volición por mantenerse saltando. Y los muros se
hundieron, los campos surgieron y las plantas cayeron.
Solo un rapto, una visión, lo
constató sirviente del anterior régimen. Y volvió a saltar.
Salta y salta, nada ni nadie
se lo impide. Salta desde el suelo hacia el próximo sin acortar su ascensión
mientras nada más hay, mientras su cuerpo volátil enceguece cada miembro con
textura de pasados autoritarios.
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