Eran hombres de piedra
juntándose para la conformación de un obelisco inmune. Cada uno ofrecía su
cuerpo como parte, y más de una vez tenían que juntarse para continuar.
Puertas y ventanas habían sido
huecos dejados por ellos. Las geometrías se desplegaban siendo alicientes para
quien los visitara; y los visitantes eran hombres de piedra que se adosaban, a
su querer, junto al resto. Nada ni nadie los disgregaba, ni una rebeldía ni un
solo hombre. Y la construcción se esbeltizó sabiéndose contrarrestada por los
vientos erosionando.
El obelisco fue creciendo,
poco a poco, hasta llegar a la atmósfera. Y ninguno de los hombres de piedra
temía caerse, desmoronarse sobre la arena seca de un desierto prudente. Es más,
sabían con enfático temor que por acá y por allá los vientos devolvían la arena
conmocionada hasta las médulas de las columnas de piedra.
Solo la arena fue ocultando el
obelisco mientras se acercaba al techo, la cúpula, su corona. Solo los mares
contemplaron la euforia de aquellos hombres que juntando sus brazos y piernas
habían diseñado un rey, un obelisco vivo.
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