Cada vez faltaba menos para su
transformación. Alejado en su departamento, veía los relámpagos entre nubes de
una acuosa intensidad. Y lo atraía esa fuerza cuando decidió partir.
Caminando, sosteniéndose con
su bastón, la ciudad se mojaba durante espasmos de un dios de luces. Se
reconocía párvulo, ingenioso en quitarse el agua que humedecía cada una de sus
manos. Agua que recorría su cuerpo, era agua que, filtrándose entre los
barrotes del tejido cubriéndolo, se hacía arroyo a su lado. Y nada más al advertir
el desfiladero de gotas, lo único seco –notó- fueron sus manos.
Pero al elevarlas, un rayo
cayó sobre ambas, y lo desterró al confín de las salubridades: lo dotó de
relámpagos que salían de sus brazos.
Cautivo en su perplejidad,
retornó a su departamento, cerró la puerta y, precavido, cerró también las
ventanas. Aquellos rayos los dominaba él, los emitía a su antojo y cesaba de
arrojarlos cuando veía cierto peligro.
Aunque creía ser un arma
sumamente trágica, sus sueños –de matanzas a causa de sus estruendos- lo
depararon dentro de teologías donde los dioses lo encerraban, y el único motivo
era su peligrosidad.
Entonces decidió partir, una
vez más, pero hacia el río de la ciudad para arrojarse en éste, y así ahogarse.
Caminó y caminó sabiendo su destino decidido y su albedrío consumado. Al
llegar, cayó en él, y se disgregó su potencial. El agua quemaba, y los rayos
gaseaban; los sueños se deshicieron mientras una cuota de relámpagos lo
incineró entre malezas acuáticas.
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