Se desgastan las rocosidades
ante la imperturbable erosión de cada día. Se tiñe su caparazón de azules
mortíferos cuando nada dilata, nada perturba los espantos de la muerte. Y
sagaz, mordaz y ecuestre, sopesa cada una de sus actividades dentro de
pedernales que no volverán a ser.
Me extraigo, me sustraigo.
Cada uno de mis lados comparte zanjales donde perderse resulta inútil por medio
de dislocaciones paupérrimas. Me doy a los vientos, a otras rocas caídas y a
los implantes de verdinegras conjeturas cuando por desconocer las verrugas de
mi voz, caigo hacia los fondos de los agujeros.
Soy el fangal, el foso, la
maquiavélica insurrección donde nada parece detenerse. Me libro a los
detenimientos, a los momentos de hibernación y quietud tan aguardados. Pero
para luego irme hacia las nomenclaturas de mi diáfana voz que nada hace, nada
produce ni aflora sobre el lecho de polvo que haré.
Es que soy la roca arcana, el
secreto de los libertinos y el acopio de las faltas de inmovilidad. Soy aquel
esfuerzo de incomprensibilidad ante la desaparición que grano a grano me
combate.
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