Se acercaban entre vientos los
rectángulos voraces. Eran todos rojos, y no llevaban nada dentro. Pero él, él
supo que venían por ellos.
Cerró las ventanas y las puertas,
tomó un palo largo y se dispuso a defenderse. Pero los rectángulos aún estaban
lejos; lejos de él, lejos de su casa y lejos de atravesarlo.
Son geometrías exactas una
junto a otra. Todas disponen del mismo tamaño. Aunque unas vuelan alto, y otras
bajo, se golpean en su insidiosa marcha en busca de prisioneros.
Mientras veía que permanecían
en sus lejanías, abrió la puerta y los contempló. Parecían detenerse, presentir
su destrucción, aunar velocidades hasta descomponerse en atrios de vislumbres
quietos.
Los rectángulos son rojos; sus
vértices son rojos, sus aristas son rojas. Y al juntarse, entra uno en otro
componiendo un sólido cuerpo volumétrico capaz de encerrar a todo el pueblo.
Pero él se agazapaba, elevaba
el palo y se decidía a darle golpes hasta destruirlo. Aunque su eficacia lo
hiciera, no previó la rauda velocidad con que se acercaron y lo metieron dentro
de ellos. El cuerpo inmóvil se hizo geométrico captando sus formas, y ante cada
movimiento, voló y voló. Voló hasta saberse libre de figuras onduladas sin otro
designio que revivir, en un vaivén de cuerpos sin meta, una asechanza
rectangular.
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