Tiraba hacia atrás mientras la
soga empujaba hacia adelante. Esa tirantez solía arrastrarlo y quebrarle
algunos huesos, pero él se negaba a irse.
La soga tiraba de sus brazos,
y a veces lo impulsaba muy fuertemente, tanto que los rompía, los quebraba. Es
que ese peregrino no podía quedarse ahí, no debía. Tanto su historia como su
presente lo corroboraban riesgoso para convivir en el pueblo; pero nadie,
ninguno había notado su perspicacia de querer quedarse donde estaba por el
hecho de que había estado trabajando.
No tenía una ocupación
estable, si bien se podía cuidar la cabaña donde vivía. Y así lo hizo hasta que
el resto percibía miedo en su mirada, rasguños en sus tactos y encono en su
caminar.
Tira la soga hasta sacarle un
brazo. Algunos se retraen y ponen otra soga. El hombre cae y con su cabeza
logra arrojar un tonel de nafta con el cual el poblado se encendería fuego.
Pero la mecha, el conducto de fuego, ese sí, ese lo prendió con sus botas.