Durante las estadías, todo
cosmos se reflejaba en él. Este hombre, este cuerpo espejal, llevaba brillos de
otros cantos en sí.
Poco a poco, en su andar, las
imágenes de otros cuerpos se reflejaban sobre el suyo. Si un perro se le
acercaba, si un hombre u objeto, todo quedaba sobre su cuerpo visto. Y no se
despedía de las pictóricas recepciones, sino que las acumulaba como si parte de
su memoria fuesen. Prefería caminar bajo la noche, cuando nadie lo veía, cuando
no podía haber una vasta acumulación de rostros reflejados. Y así se ocultaba.
Cerca de sí, demasiados
pensamientos quedaban fuera; aunque sus gestos, indicaciones y miradas se le
grababan. Condujo sus pesares hacia lo acechante, sobre la impavidez de sus pasos.
Y este hombre reflejante, este hombre de vidrio, resultó acostumbrarse a la
soledad de acompañantes diversos.
Poco de sí le resto cuando,
equivocado, sale hacia las multitudes y comprueba su asfixiante ritual
compreso. El lo desconoce, lo ignora. El gentío indiferente lo plaga con
desánimos para continuar su existir haciendo que lo inunden de aguas temblorosas,
y cae vidrioso.