Sufrían las personas con
hálitos de un despertar nunca venidero. Amanecían entre alaridos de bosques sin
restriegas, y jardines de caminos inalcanzables.
Decían que venían desde
palaciegos rincones hacia brumas de otro estado inaceptable. Recorrían fármacos
que dejaban en la inmediatez porque ellos querían sufrir. Los dolores los
aceptaban y nunca se iban; es que nadie lo deseaba, nadie quería verse sano
ante las inclemencias del dragón de los amaneceres incendiosos. Ninguno
anhelaba un escape, una tregua o una reconciliación. Daban más por ser vistos aquejándose
e irritando los mares de los anfibios retorciéndose por altas temperaturas
donde habitar. Y jamás temieron dejar las sogas desde cuellos alterados ante
siglos de silencios abrumantes por callosos.
Pero él lo sabía. El
necesitaba de eso para saberse vencedor de los suplicios. Deseaba ganar,
ganarte en esa lucha por los quejidos imperturbables dada. Y nada más lo
intuía, el aquejamiento, daba luces negras hasta convertirte en suplicio por
todas las formas dadas.
El lo sabe. Es que él lo
sabía. El prometió vencer y venció ante las murallas de los hombres manifestándose
aquejidos. Y sólo las plañideras costumbres podrán restablecerse cuando la
totalidad de los placeres vengan sin medio posible a sucumbir cuando aquejor le
quiebre lenguas demostrando benemeritudes.