Dícese que él lo ha visto
desde joven. Siempre, durante las noches, veía signos que le procuraban
imágenes de lo mismo, e inacabablemente las unía al común vínculo profetista.
Durante más de añares, el ha
visto lo mismo: una profecía. La veía en las noches en que simulaba dormirse y
desconocer absolutamente acerca de estrellas. El conducía su ejercicio
adivinatorio mientras los desmanes por desprenderse así lo habían atestiguado.
Y mientras en los atardeceres él explicaba las singularidades de las visiones,
nada le carcomía la justa exposición de arrabales donde poder decirles que ahí
se haría.
El vio que las nubes se entrecruzarían
con el sol; que las montañas descubrirían los velos de sus irrisiones calmas, y
que nada más iba a verse. Creía en ser el único en presagiarla, ésta, la
operación donde los cielos se inmutasen, se empalidezcan e inmovilicen hasta el
augurio de una nueva religión.
Pero cuando llegó la fecha,
cuando no apareció más que un rocío, comprende acerca de las muertes
doctrinales. Es que la evidencia que demuestra la inexistencia de astros y
fenómenos celestiales, dicta que el cielo jamás será diferente, partidario de
su accionismo y de su fin, dejará de
habitar donde las carnes de su cuerpo entiendan ninguna súplica
transgresora.