Solía tratar a los enfermos
con elementos naturales sin dominio propio. Los echaba al curarlos con un inusitado
entusiasmo para que continuasen sus quehaceres. Y cuando osaban retribuirme,
solo hojas y semillas aceptaba.
Era médico, un cirujano a la
vera de poderes celestiales para curar. Era quien podía quitar los malestares,
las pesadumbres y cualquier otro tipo de enfermedad. Sabía hacerlo
diagnosticando frutas, tallos y flores; y nunca –nadie- resultó muerto ni con
impedimento alguno.
Por las mañanas recorría los campos
con una valija, y cargaba su interior con más de la cuenta. Ponía lo que
hallaba y creía idóneo, y siempre, nunca me olvidaba, llevaba agua de la
montaña para sedar intervalos austeros donde los pacientes lo requerían.
Pero los días viajaban a través
de mi olfato, y reconocí, me di cuenta de que debía tratarme. Medicarme podría
ser una solución, comer un tallo asfixiado por el agua, pero sabía que no daría
resultado más que invocando los poderes de los muertos. Y así, me recluté
debajo de un árbol y esperé la donosura de esos individuos fenecidos.
Ya recostado, invoqué las
fuerzas de los muertos, pero nada sucedía. Las tardes me demostraron su estupor
y las noches su cuota de lágrimas; las redes sus desinteresadas presas y los
bancos sus amplios recodos hasta saberme olvidado. Nada llegó, nada me fue
otorgado ni socorrido, y la curación –sin embargo-, fue hecha por la sinrazón
de un desinterés de aquellos hacia mi ingenuidad.