Presente cielo corroe disidencias
hasta abismarlas en capullos de nubes. Desata la tenacidad, merma la quietud;
todo él resiente bifurcaciones donde poder soltarse es premisa áspera.
Desautorizando armonías que en
tropel agujerean las caídas, este cielo es difamador de cuanta sequía ronda
hasta abismarla. Sé de su goteo –inexistente-, sé sobre su merma –equívoca-, y
nada de éste vendrá a callar las furias huracanadas donde transitan los
hombres. Se dilatan las cogniciones, se atreve su sínodo para contrarrestar
preámbulos donde poder despertar, donde poder emerger y rechazarlo hasta la
presencia de su movimiento deletreando estelas donde poder encumbrarse.
Autorizando benemeritudes se amplían
heterogeneidades hasta ocupar, su movimiento, las destellantes coberturas de ir
y venir, de quedarse y sobresalir, de estar. Los límites de sus horizontes se delimitan
mediante la curvatura del mundo mismo. Y ya nada se detiene, nada se infringe y
nada se calla. Hasta saberse diácono de un templo movedizo, nada parece creerse
ni enseñorearse. Es que la lluvia no cae y los poderes ambicionan delates
inmedidos durante las lluvias del empréstito.
Sería la tempestad, ícono
suficiente para aterrar a aquellas personas emergiendo desde sus cubrimientos.
Sería el ojal, sería la hoja. Es más, creo en que podría ser las rocas mismas
donde emergían plantaciones grises de vapor húmedo.
Y era por ser la hoja que
callaba hasta disociarla de cuanta intranquilidad socorría mis dédalos de
meditación cuando la alcanzaba, la remolía. Ampliaba mi temperamento a su
tempestad oblicua sin vertiente desde nubes idas hasta los celestes cielos de encarnales
aguaceros.